domingo, 24 de septiembre de 2017

19/09: una historia por escribirse




Hay quienes afirman que la literatura no es otra cosa que un sueño colectivo. En los libros, las fantasías individuales, las imaginaciones más disparatadas, los delirios del enfermo y las pasiones soterradas del humano, de las que todos somos presa, cobran forma de palabras. Quienquiera que haya sido víctima de una buena historia se ha visto arrastrado en sus páginas, muy a pesar suyo, por los más bellos lugares y los páramos más desolados. El terremoto del pasado 19 de septiembre puede ser, como lo es para mí, un cúmulo versiones, historias y narraciones.

No habré sido el único que, mientras veía correr las ambulancias con su roja estridencia de sirenas, mientras observaba invadir los convoyes militares las calles en las que nuestra vida suele discurrir cotidianamente, pensó en escribir una crónica. Sin embargo: ¿qué tipo de historia es aquella que vamos a escribir? ¿Será la historia heroica, grandilocuente, en la que millones de jóvenes tomaron las calles para ayudar al prójimo, para rescatar a algún herido entre la piedra, o será esa otra historia, la del ojo crítico y rector, que acusa de desorganizada a nuestra sociedad? Ésta parece ser la controversia de los dos escritos que preceden al mío[1]. ¿Cómo rendirnos cuentas de este trepidante pasado inmediato, haciéndole justicia a las víctimas y sin perder objetividad, sin dejar de hacer crítica social? Es derecho de todo hombre escribir su historia, pues su historia, más que su ciudad, su casa, sus calles, sus deudos y sus amores, le pertenece.

Es verdad: hubo, y sigue habiendo, psicosis colectiva. Es cierto que las aceras se vieron atestadas de gente, que el pánico cundió; puede ser que, en algunos casos, el hambre de protagonismo primara sobre la voluntad real de ayudar organizadamente. A la pregunta de si son estos realmente defectos, da mucho mejor respuesta que la mía el texto “A propósito del 19-S (El sentido común si vende)[2]”, de Carlos Escobedo Suárez, en cuya argumentación, más lógica y organizada, encuentro expuestas, parcialmente, mis opiniones, con la salvedad de que su visión  es un tanto menos desencantada de la que yo tengo.

Ahora bien: ¿es la sociedad la responsable de estos defectos? Puestos a hacer cuentas —vocación absurda de los nuevos politólogos, sociólogos, economistas y todos los que se dedican en la actualidad a las ciencias sociales— no sé qué desorganización, frenesí y necedad haya sido mayor, si la de los jóvenes que, como yo, en un ademán ingenuo, propio de las peores tragicomedias, propio de los más disparatados pasajes del realismo mágico, salimos a las calles, ávidos de aventuras, sosteniendo por primera vez un mazo, recorriendo la ciudad de norte a sur para llegar a nuestro hogar en la noche, tras no haber logrado ayudar en lo más mínimo, o la de el ejército, cercando predios derrumbados, prohibiendo la entrada a la población civil que, mal que mal, antes de su aparición había ya removido escombros y rescatado víctimas.

No somos los héroes que pretendemos ser; para serlo, antes que ir a las aulas y tener bien entendida la lección de álgebra lineal o emular los modelos de organización japonesa, es indispensable recuperar la sensibilidad humana, esa vieja cualidad olvidada, que la literatura, como el temblor, puede hacernos recobrar. Es necesario lavarnos de tanta CDMX, de tantas películas de Hollywood, de tanta pornografía, de tanta institucionalidad, de tantos anuncios; bañarnos de todos esos cruceros que te llevan en mes y medio de Alaska a la Patagonia, con barra libre, casino y alberca a bordo; cepillarnos de tanto desarrollo económico y recordar, como ahora lo hicimos, el barro inicial del hombre. Aquello que empaña el sismo —la desorganización, el protagonismo y el acondesamiento— es producto de la dinámica social que el gobierno ha impuesto. La Condesa y la Roma, como las conocemos actualmente, con sus pugs, sus gran danés, sus gimnasios, sus tenis nike y sus edificios, son producto del proyecto de ciudad que Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera —figuras amadísimas por mi buen amigo, Rodrigo Salas— impusieron. Son las autoridades quienes dictan los usos de suelo, es Mancera quien aparece corriendo en un gimnasio en su último spot del informe de gobierno, fue la fila de granaderos la que, en Zapata y Petén, le impidió de buenas a primeras el paso a la población, que, a mí me consta, antes de su llegada removía escombros por sacar a una señora. Es también el ejército, con su pésima capacitación en protección civil —cosa que me confesaron los soldados el sábado pasado, mientras cumplía estúpidamente con mi deber ciudadano de realizar el Servicio Militar Nacional—; son también, aunque por vía indirecta, las series de Netflix —que ahora protagoniza Damián Alcázar—; son las redes sociales a las que tanto elogiamos y de las que tanto nos quejamos; son, son y son… Somos nosotros quienes nos compramos este estilo de vida, pero son también ellos, quienes lo han impuesto. El temblor pasó y reaccionamos como pudimos. Las falencias que tuvo nuestra respuesta resultan, en primer término, de la inexperiencia, y, en segundo, del tipo de sociedad que nos han implantado.

Si yo, junto con toda mi generación, salí a tomar las calles y las avenidas, dígase que desorganizadamente, dígase que con más ahínco que capacidad de ayuda, con más entusiasmo que experiencia, fue porque la ciudad, finalmente, sería plenamente mía, porque mis manos inexpertas y burguesas, mis manos de millennial podían por vez primera servir para levantar una piedra, remover un escombro, alcanzar una pala o una torta. Y las autoridades —a nivel federal, CDMX y delegacional— volvieron a arrogarse el poder; un poder que legalmente les corresponde, pero que, en mí experiencia, resultó inefectivo y corrupto.

Lamento mucho ver a todos aquellos que, en aras de hacer una crítica social —cosa que, por sí misma, siempre será irreprochable—, defienden a ultranza la labor de un gobierno fallido, corrupto, vejatorio y represivo, todos aquellos que pretenden mirar a fondo sin lograrlo, que se quedan de este lado de la valla de granaderos, y que, muy a la gringa, se sienten tranquilos al ver un montón de personas uniformadas de verde, because everything is all right, sin saber que los militares no están preparados como rescatistas y que la labor de su famoso DN-III es más un sistema de control poblacional que de ayuda verdadera.  Y lo lamento porque, aunque su inteligencia puede sobrepasar la mía con creces, su sensibilidad humana ha sido trastocada por un enorme monstruo come hombres, que algunos teóricos, más académicos y esquemáticos que yo, han denominado aparatos ideológicos del estado.

Para quienes, como yo, estudiamos la literatura, sabemos que todas las palabras tienen un peso y que nada en la expresión oral o escrita es gratuito. Y mi Rodrigo Salas se traiciona, porque, al intitular su nota “El sentido común no vende”, refleja inconscientemente la postura de la que tanto se queja, una postura política en el que las ideas se venden, con la mismas técnicas engañosas que utiliza la publicidad: hacer un metrobús de dos pisos en Reforma, hacer un corredor comercial en Avenida Chapultepec. Es esta misma dinámica la que hizo que Televisa, en búsqueda de escenarios, transmitiera por doce horas un rescate falaz. Y nuestro querido Peña Nieto, víctima también del sistema que los suyos han impuesto, se presentó en la escuela, todo listo para un icónico rescate, lágrimas, cámara lenta, la película dentro de un año, Diego Luna de bombero, una tarde en la Cineteca y luego de vuelta a casa con mi novia.

El llamado está hecho, lo hizo la tierra misma. Un llamado para que regrese eso que se nos ha ido colando de entre los dedos; un llamado para que regrese eso que la literatura recrea, un llamado para que, ante la contingencia o ante la rutina, nuestra sociedad cambie, no en la dirección en la que nos han hecho creer, la del progreso democrático y elecciones limpias, ni tampoco en el falso sentido de heroísmo-condesa, que, una vez más, lucha por imponerse; se trata de un llamado más profundo: que la política y la sociedad se resquebrajen para que volvamos a ser hombres y escribamos nuestra historia, ojalá que literaria y no política ni comercialmente. La historia es nuestra, un libro abierto. Escribámoslo nosotros.
                                                         Eugenio Ang
Notas: 

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